Envoltura (relato corto).

Superbaal

Baal El Cainita
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Feb 16, 2010
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Hola, compadres de La Novena Dimensión. Otra vez les traigo un cuento, aunque de un corte que no va con el horror. Espero que les agrade y por favor no olviden comentar. desde ya, gracias por su tiempo de lectura y Saludotes.

Envoltura.

Yo era sólo un trozo de papel cuando esta historia comenzó. Si, un simple trozo de papel de regalo. No más. Un papel hermoso, si de algo sirve el detalle. Era un simple artículo en la tienda de regalos de una esquina, pero me sentía como una gema entre todos los demás objetos. La dependienta, una mujer algo bajita, pero de muy buen corazón, me limpiaba todos los días, me hacía sentir el más hermoso entre los hermosos.

Yo soñaba el día en que algún hombre bondadoso, con algunos billetes en la mano, comprara un juguete, o quizá una caja de chocolates; tal vez sólo el oso café que me miraba desde el aparador frente a mí, ese que sonreía a pesar de haber durado más que todos los demás en ese aparador. Soñaba con que volteara a verme mientras afirmaba haber visto el papel más hermoso de su vida y pedir que me usaran para envolver el regalo, porque era para la persona que más amaba.

Sin embargo, todos los demás papeles se fueron y yo continué. La dependienta, la mujer más dedicada a amar su trabajo que alguna vez he visto, se negó a tirarme, como había oído que le sugiriera su esposo tantas veces.

-Ya saldrás, cariño – me decía, para acto seguido limpiarme y colocarme de la forma más atractiva posible. La vida era rutinaria, y yo sólo era un papel bonito en un estante.

Un día que recuerdo como lluvioso y triste, la dependienta no llegó. Me sentí triste, era la primera vez que no pasaba sus amorosas manos por mis pliegues. A ese día se le sucedió otro, y otros dos. Al finalizar la semana, y mientras yo permanecía en la oscuridad del local, ya algo sucio y sin embargo hermoso, entró el esposo de mi benefactora dependienta.

Dio dos pasos y se quedó estático, viendo al vacío. Lentamente, como si algo afectara sus movimientos, fue acercándose a los aparadores. Tomó el viejo oso que nadie quería, ese al que la mujer cuidaba tanto como a mi, lo llevó a un escritorio, volvió, me tomó en sus manos y para mi asombro desdobló mis pliegues y me extendió sobre la madera fría del escritorio.

Depositó al oso en mí, que me sonrió con la alegría reflejada en el rostro, exultante ante la idea de salir del aparador y convertirse en el obsequio de alguien.

El hombre tomó lentamente algo de cinta adhesiva, hizo un pequeño bolso conmigo hasta formar un bulto, para esconder el oso, puso la cinta adhesiva y se quedó completamente quieto. Yo estaba a la espera de ser levantado y llevado rápidamente lejos de ahí, de despedirme de ese lugar que había sido mío tanto tiempo, pero algo parecía no ir bien. El hombre seguía quieto, sin mover un solo músculo. Y de repente… comenzó a caer una lluvia ligera sobre mí.

Entonces me di cuenta que estaba llorando. Eran sus lágrimas aquella lluvia que caía sobre mí. No lo entendía. Debía estar feliz. Llevaba un hermoso presente, y alguien seguramente lo recibiría. Pero no paraba de llorar, aunque ahora su voz, melancólica y amarga, se dejaba escuchar. Su llanto me llenó de consternación. Qué podía pasarle a ese hombre, a aquel que veía sonreírle a mi dependienta cuando hacía algún chiste.

Por fin secó sus lágrimas, se levantó, me tomó entre sus manos y salió del lugar. Subió a su auto, me depositó en el asiento trasero y arrancó. No pude ver nada debido a la altura de las ventanas, pero debíamos haber hecho un viaje largo, porque cuando paramos había dejado de llover.

Me tomó de mi lugar a sus espaldas y salió del auto. Estábamos a la entrada de un hospital. Caminó hasta la puerta, donde tras mostrar un pedazo de papel algo maltratado, con algunas letras impresas, (que creí era un boleto y después me comentó que le llamaban pase de visitas), entró para vernos alejados del exterior. Siguió con paso sordo hasta un elevador, entramos y con algo de mareos por mi parte, subimos al tercer piso.

Una serie de habitaciones con camas y sábanas blancas nos esperaba. Llegamos a la última habitación, donde el hombre se detuvo un momento. Contuvo la respiración, se enjugó las lágrimas, que sin darme cuenta aún seguían en sus ojos, respiró y entró.

En la última cama de la habitación, recostada y con el rostro demacrado, estaba la dependienta. La buena y noble dependienta que tanto había cuidado de mi. Se me partió el corazón al verla. No podía abrir bien los ojos, y la vida parecía alejarse a momentos. No veía la alegría de siempre y por un momento creí que era por mí. Quería estar en cualquier lado menos ahí. Que me rompieran o me tiraran, ya no era el papel bello que ella recordaba.

Pero entonces vi cómo lentamente abría más los ojos, los enfocaba en mi y una sonrisa se extendía por su rostro. Tosió un poco y luego estiró la mano para recibirme. Me tomó entre sus manos y me besó. Fue el momento más feliz de mi vida. Lloraba, pero podía ver que era de alegría. Procedió a quitar las tiras de cinta que me aprisionaban y llevó el oso a su pecho. Lo abrazó y vi la felicidad que el oso y ellas compartían, mientras que su esposo, el hombre bondadoso, lloraba para sus adentros.

-Gracias- le dijo a su esposo,-gracias por hacerme la mujer más feliz. Él no la dejó en ningún momento después de eso, aunque alguien más viniera a visitarlos.

Yo esperaba ser desechado, como pasaba con todos mis hermanos, con China y con Crepé, con Cartón y Cartoncillo, incluso con Navideño. Pero nunca me deshecho, antes bien, me dobló con sumo cuidado y me puso junto al oso, en su mesa de hospital. Y cada que alguien nuevo le visitaba, nos lucía con orgullo.

-¿No es el regalo más hermoso que alguna vez has visto?- Le decía a quien fuera su locutor en turno. -Es un papel hermoso y un oso hermosísimo, ¿no te parece?-. Y nos depositaba en la mesa de nuevo.

Un día, alguien trajo un regalo nuevo. Una libreta algo pequeña pero hermosa. Quise sentir envidia, pero la felicidad en la dependienta, que ahora sabía se llamaba Lucy, me lo impidió. La libreta se presentó y pronto ella, el oso y yo, fuimos buenos amigos.

Los dos meses siguientes Lucy se mostró feliz, aunque débil. Tomaba la libreta todos los días y escribía en ella. Cuando se acercaba el final, su esposo tomó una foto de ellos dos con nosotros tres al frente. Éramos dichosos, todos sentíamos que habíamos hallado nuestro hogar. Lucy puso la foto en la primera página de Libreta, y luego me tomó entre sus manos y me utilizó para proteger las pastas de Libreta y su lomo. El resto lo pegó un pedacito por hoja, haciéndolo siempre con sumo cuidado, haciéndome sentir el más importante de todos los papeles. Los papeles presidenciales debían envidiarme en ese momento.

Fue así como me enteré de todos los secretos de Lucy, que ahora eran míos y de Libreta. Luego decidimos compartirlos con el oso. Los tres conocimos todo, hasta descubrir que existía Cáncer. Odiamos a Cáncer, al descubrir que era él quien acababa con la vida de Lucy. El dolor nos atenazaba igual que a ella, ahora que sabíamos porqué lloraba en silencio cuando creía que nadie la veía.

El último día de su vida, sus familiares vinieron a verla. Ella con amor nos tomó entre sus brazos y nos depositó en las manitas de su nieta, una hermosa niña de nombre Linda. La nena nos estrujó y nos hizo sentir amados nuevamente, aunque las lágrimas corrieran por sus mejillas. Le pidió que nos cuidara, que leyera a Libreta y que cuidara de mi, el papel más hermoso que alguna vez vería.

Luego besó a su esposo y la habitación quedó un segundo en silencio mientras exhalaba su último aliento. Nosotros lloramos y nos dolimos, acompañamos a todos sus seres queridos en ese momento de pena.

Nos alejamos en los brazos de Linda y nunca volvimos a la soledad del hospital.

Junto a linda vivimos las más grandes aventuras, como sólo una niña puede imaginar, y con ella pudimos formar parte del universo, pues para ella no sólo éramos objetos, sino los mejores objetos. Los más importantes de su vida.

Años después el oso se separó de nosotros, pues fue encargado su cuidado a la hija de Linda. Ella nos conservó muchos años, y un día, cuando era grande y su hija tenía la edad suficiente, también nosotros fuimos obsequiados con su cuidado.

Ahora no se lo que fue del señor oso, pero de mi puedo decir que soy feliz, y Libreta opina lo mismo. Hemos acompañado a la familia de Lucy por varias generaciones, llevando el mensaje que Lucy depositó en nosotros a todos sus seres amados, incluso a los que nunca conoció o que nunca la conocieron.
Por eso al final de esta historia, que sin embargo no acabará en mucho tiempo, no me sentiré ya sólo un trozo de papel. Habré sido amor, dolor, tristeza, felicidad, encanto, esperanza, fraternidad, sueños, compañerismo, aventura, juego, imaginación. Habré sido eso y muchas cosas más. Y cuando ya no sirva más, y los anticuarios no puedan restaurarme como lo han hecho siempre, podré irme feliz, llevando al cielo de los objetos todos esos presentes, y quizá desde ahí pueda ver ese cielo donde está mi Lucy, mi Linda y todas esas personas que he amado.
 
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