La Mujer (relato corto).

Superbaal

Baal El Cainita
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Hola otra vez, compadres de La Novena Dimensión. Les dejo un relato que escribí para alguien. No olviden comentar y gracias por su tiempo de lectura. Saludotes.

P.D. Si lo estás leyendo, nunca pierdas la esperanza. Lo escribí para tí S., da todo de tí siempre y ten por seguro que serás una buena madre.

La Mujer.

Sandra era una chica común y corriente. Notas regulares en la escuela, algunos problemas en casa aunque nunca serios. Era la chica más normal que el mundo pudo dar.

A sus veintiún años soñaba con su éxito, con gloria, con alcanzar las alturas, un buen amor, una familia. Pero como sucede la mayor parte de las veces, los sueños superan a la realidad. Un buen día Sandra se enteró que esperaba una nueva bendición, un pequeño fruto del amor entre ella y un hombre benevolente.

Aunque era un regalo, al principio a ella le dolió. Pensó en solucionar las cosas, en poner un punto final, cortar la vida. Lloró, pidió perdón, aunque no sabía que se pedía perdón a sí misma. Su vida parecía destrozada. Los planes parecían acabados. No sólo era el sentirse apoyada, el padre cumplía esa función. Se sentía defraudada por sí misma.

Era como poner una bala a un revólver y jugar a la ruleta rusa, para obtener la bala entre la sien. Había jugado con la vida y había perdido. Decidió que lo mejor sería engañar al destino, y se dirigió a una clínica abortiva. Dio dos pasos, y aterrada regresó a casa. No podía hacerlo, no debía hacerlo. Ella era vida, y había vida dentro de ella, y aunque no lo supiera, ya amaba esa vida. Decidió que lo mejor sería dejar crecer la mismísima existencia. Pasaron los días y los meses, mientras los problemas crecían. Trabajar, estudiar, problemas en casa, eran cosas que nunca pensó experimentar juntas.

Pero nunca se arrepintió de su decisión. Terminó la escuela y el regalo de graduación fue un nuevo bebé. Le puso por nombre Moisés, porque dijo, me fue traído como bendición, cuando no lo esperaba.

Los primeros años fueron los más difíciles. Un problema tras otro, sin mucho dinero, sin mucho apoyo. Pero bastaba una sonrisa, una mirada, una palabra de Moisés para que todo valiera la pena. Su trabajo iba bien, pero apenas salía. Decidió escalar puestos, aunque eso costaba algo de trabajo, pues ser ama de casa y trabajadora no es fácil.

Un día su esposo y ella decidieron que era tiempo de educar al niño en los conocimientos del mundo. Le ingresaron en la escuela, le instruyeron personal y diligentemente, crearon en él el amor a los valores más elevados del ser humano.

Mientras aún era joven su hijo, comenzó a mostrar tendencias al amor incondicional hacia todos sus congéneres, liderazgo y auto sacrificio, todas ellas cualidades casi inexistentes en el mundo.

Muy a pesar de su madre, que sabía que el chico se sacrificaba cada día; que igual dejaba de comer por darle su comida a otros o compartía su casa en navidad con cualquiera que tocara a su puerta, decidió permitirle a su hijo formar parte del Ejército de las Naciones Para la Paz Mundial.

Cada noche rezaba con ahínco, quería a su chico de vuelta. Pero no obtuvo respuesta hasta que, un año después, una carta le anunciaba que gracias a su hijo, Pakistán había sido llevado a la paz sin necesidad de disparar una bala. Al parecer una pequeña historia sobre la vez que su madre le había amonestado por no llegar a casa en dos días había solucionado la guerra, por asombroso que eso sonara.

Su madre lloró de alegría. Moisés no sólo era un héroe, sino que además era de esos pocos hombres que podían preciarse de regresar del campo de batalla sin desertar, pero sin haber asesinado un hombre.

Otros tres años siguieron a la ausencia de su hijo, hasta que un día una comitiva que vociferaba fuera de su casa llamó su atención. Era su hijo, y como aquél líder bíblico, guiaba a todo un grupo de gente. No sólo regresaba un héroe, sino como el nuevo Presidente de la Organización Mundial Para la Paz.

Bajo su mando, la mitad del mundo había firmado la paz y fundado alianzas, y juntos, buscaban la forma de hallar la paz sin armas. Su hijo era tan valiente, que a pesar de su cargo no mostraba miedo y entraba en contacto él mismo con facciones en disputa para firmar la paz, aunque tuviera que entrar al campo de combate a alzar una bandera blanca.

Era su orgullo, pero en todo ese tiempo, Moisés jamás olvidó a su madre. Se la llevó de ahí para instalarla en la lujosa mansión que ocupaba, donde tiempo después le dio nuera, nietos y más felicidad.

Moisés no perdía oportunidad de nombrar a su madre, de decir cuánto le amaba y cuánto le adoraba, y de cómo su madre había decidido criarlo a dos pasos de entrar en una clínica abortiva. Mencionaba que si él había tenido una segunda oportunidad que le permitiera nacer, cualquiera podía tener la oportunidad de cambiar, sólo faltaba la tesón, la fuerza de voluntad y el deseo de ver cambiar las cosas.

Sandra falleció a sus noventa años, pero el día de su muerte se guardó un minuto de silencio. Nadie en el mundo podía faltar al respeto a la memoria de tan ilustre dama, de la madre del líder pacifista más grande de todos los tiempos.

Y desde ese día, que hace cien años hoy, cuando incluso Moisés ha muerto y otros han tomado su lugar llevando mensajes de paz y unión, aún se puede apreciar en cada país pacifista del mundo, un par de estatuas. Una representa al hombre más importante y revolucionario del mundo, y la otra, a la mujer más importante del planeta, la que le enseñó a un pequeño cómo revolucionar y llevar el amor a todos.

FIN.
 
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